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Institutos de formación docente aislados en su propio mundo, aún atrasados científica y didácticamente.
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Capacitación inadecuada. Sí, la hubo, mal que nos pese a los capacitadores. Tal vez aprendimos en el proceso y este accionar se fue perfeccionando, pero hubo muchos errores: diagnósticos inadecuados de las necesidades de los docentes, poca explicitación del perfil de los cursos: de actualización disciplinar o de reflexión sobre la didáctica, capacitación insuficiente, tiempos y horarios inoportunos, metodologías improcedentes, gente que no debió estar al frente de la capacitación y se vio forzada a ejercer este rol. Lo que supuso entre otras cosas: escaso respeto por los procesos de aprendizajes de los docentes, sus saberes previos, sus necesidades, sus dudas, su experiencia.
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Editoriales corsarias: que siguen publicando los libros y manuales de siempre adornando con terminología pedagógica “de avanzada” cosas que no lo son, metiendo en la misma bolsa contenidos conceptuales de distintos marcos teóricos, innovando en contenidos pero ofreciendo enfoques metodológicos tradicionales.
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Verticalismo en la implementación de los cambios: de un día para otro se nos demandaron innovaciones; el directivo o el supervisor entendió algo de cierta manera en un curso, documento o reunión y allá fue a exigirnos que hagamos esto o aquello, que no sabíamos hacer y que no nos enseñó.
No hay una malsana perversidad en seguir haciendo lo que sabemos hacer hasta tanto estemos seguros de que podemos realizarlo de una forma mejor. Pero las advertencias ya han sido más que suficientes, ya es tiempo de empezar a ver las luces rojas que indican que le “estamos pifiando”. Guardémonos de una vez la soberbia en el bolsillo, los docentes no lo sabemos todo (es más, a veces sabemos muy poco) y tenemos errores tan garrafales que no podemos darnos el lujo de ignorar.
Permítaseme hacer algunos comentarios en torno a estos “culpables irredimibles”, ejercer de abogado del diablo sólo por unos renglones…
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No podemos -a esta altura del partido- seguir acusando al Instituto de formación docente del que salimos de no habernos provisto con la formación adecuada. Ni qué decir… ya es inexcusable. Podemos despotricar mucho acerca del atraso de dichas instituciones, pero cambios se han ido dando, y por otra parte una vez con el título en la mano la responsabilidad es nuestra. Hace doce años salí analizando oraciones pero me di cuenta ni bien puse una pata afuera del gallinero que soplaban otros vientos y me puse a trabajar en ello. Ahora bien, la formación de grado, mala o buena, nos da el puntapié inicial, nos enfrenta con un cúmulo de información mínima, nos compromete en el ejercicio del estudio, del uso de las neuronas, de la reflexión… lo demás corre por nuestra cuenta.
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La capacitación pudo haber sido más que ineficiente en muchos sentidos, pero en todo caso el error fue apostar a que iba a cambiar de raíz el rumbo de la educación. Al fin de cuentas cursos de capacitación hubo siempre -no masivos ni revestidos de ciertas particularidades que los hacían no deseables (obligatoriedad, urgencia, etc., etc., etc.)-, pero por lo demás muchos de ellos -antes y ahora- han sido invadidos de gente interesada en la certificación y el puntaje más que en aprender, así como hemos conocido capacitadores que nos resultaban antipáticos por miles de razones… Sin embargo, no le podemos echar a otro la culpa de desperdiciar un espacio y un tiempo de intercambio, de reflexión, de descubrimiento de errores, de corroboración de que estábamos encaminados, un espacio para aprender, lo cual debería ser siempre bien recibido.
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Las editoriales atraviesan idénticos conflictos que nosotros, marcos teóricos y metodológicos de los que no terminamos de apropiarnos, con la diferencia que ellos hacen negocio y nosotros -poco acostumbrados a leer críticamente las propuestas editoriales, a sospechar, a cuestionar con fundamentos- nos dejamos engañar por las cuentitas de colores…
Directivos, supervisores y distintas autoridades deslumbradas por la novedad y obsesivas de su aplicación hay a montones; pero también hay gente que sabe y que gracias a su -a veces no muy bien recibida- presión damos pasos hacia delante. Reconozcamos que la antigüedad no es garantía de sabiduría, y que muchos cargos altos se ocupan por el natural currículum que dan los años, y a veces nos toca en suerte un directivo que no sabe un pepino y sigue con los esquemas de la época de nuestros abuelitos; pero no siempre es así. He aprendido tantas cosas de gente mayor, pero tantas de gente muy joven… No hay garantía, sólo casos particulares sobre los que generalizamos muy neciamente. A veces nos conviene -muy cómodamente apoltronados en nuestros hábitos- decir que este o aquel director nos acosa con cualquier moda, y hacemos oídos sordos y seguimos con lo mismo… ¡Vayan a decir que el mundo del espectáculo está lleno de egos! Eso porque no se fijaron en la docencia…
Señores: la mala praxis es mala praxis en cualquier profesión. A un médico se le muere el paciente, a un abogado le condenan al cliente, a un contador le cae una multa o va a la cárcel. ¿Qué consecuencias tiene nuestra mala praxis? Seguramente son menos obvias que las de esas otras profesiones. Tal vez consiste en una decadencia tan paulatina que no se nota en unos cuantos años.
Si no queremos pasar por necios, nos corresponde reconocer a nosotros -a los profesionales de la educación- primero que a nadie, que hay una nueva identidad docente que debemos construir, y que no pasa por recuperar el viejo estatus y prestigio perdidos. En el siglo XXI debemos asumir -y prepararnos en consecuencia- para enseñar lo que sabemos, los que no hemos aprendido aún y lo que está por conocerse. Qué hagamos con la profesión que elegimos es cosa nuestra primero que de nadie, pero también de los otros: de los chicos a quienes enseñamos, de sus padres, de los docentes de quienes somos colegas, de la institución en la que trabajamos, de la educación de nuestra provincia y del país en el que vivimos y que deseamos.
Gabriela Monzón
2 comentarios:
Hola, Gabriela. Soy una docente de Tucumán, también profe de Lengua y literatura. No coincido con vos en aquello de que esté perimido lo de "la misma cosa con distinto nombre". Creo que en educación sí hay adelantos, pero muchas veces sólo se cambia la nomenclatura para indicar un avance: y no es tal. Coincido, sí, en que ya no debemos enseñar análisis oracional, sino textual, y debemos acercar a la lectura a los adolescentes, tan distantes, algunos, de los libros...
También coincido con que las editoriales no nos dan soluciones: persisten en prácticas antiguas, ¡y algunas hasta caen en errores de ortografía!Es difícil nuestra profesión, y estoy de acuerdo en que hay que tener ganas para hacerlo bien. Pero a veces, lo "nuevo" sólo es más de lo mismo... Un beso. PRof. Pilar Cortés
Hola, Pilar...
Mil gracias por tu comentario, es genial que hallemos este modo de interactuar sobre esta profesión que elegimos y amamos.
¿Vos sabés que las dos decimos lo mismo, en realidad?
De ninguna manera creo que haya desaparecido el consabido "es lo mismo con distinto nombre", lo que sí afirmo en el artículo es que pareciera que la gente lo dice menos, lo piensa pero se lo calla, lo esconde para no quedar mal... Más perniciosa, si cabe, esta nueva modalida de encubrimiento.
Pero el problema continúa... no se cambian las estructuras ni los pensamientos, se continúa haciendo lo mismo y con nuevo nombre, pero las barbaridades que uno observa en la enseñanza de la lengua son inimaginables.
Puede que sea muy dura a la hora de juzgar nuestro hacer, pero si tomamos conciencia de que, de nuestro hacer depende el acceso a todos los saberes, el que los chicos puedan adueñarse de su decir, y se conviertan en ciudadanos que ejercen responsablemente el uso de la palabra... bueno, no hay ninguna rigurosidad que sea poca...
Un abrazo
Gracias de nuevo, y seguimos en contacto
Gabriela.
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