martes, 20 de febrero de 2007

Los docentes debemos devolver el lugar a la lectura literaria, en la escuela y en cualquier lado…

La función poética tal y como en algún momento del siglo pasado la formulara Jakobson, no atribuye al texto literario otro fin que el de crear con el lenguaje una construcción singular, artística, y por ello correspondiente al terreno de las creaciones humanas no utilitarias.
Tal y como sostiene Graciela Montes, la literatura pertenece a la frontera indómita, a la zona liberada en la que las leyes no rigen de igual forma, y por lo tanto al querer constreñir a presión a la literatura en el corsé de la utilidad, al servicio de ilegítimos objetivos didácticos, estamos atentando contra el sentido que toda obra artística posee: libertad, trasgresión, imaginación; tan necesarias como el lenguaje de la ciencia para vincularse con el mundo. Es más, absolutamente indispensables para la construcción de la identidad del sujeto, para la relación con el contexto que lo rodea, para la constitución del pensamiento.
¿Para qué leer en la escuela, en la casa o en cualquier lugar que el niño, adolescente o adulto se hallen?… un cuento, una adivinanza, una leyenda, un mito, una novela; probablemente no haya una sola respuesta, pero sí una que es la más respetuosa de la naturaleza misma del discurso literario: por el placer de hacerlo. No entender esto es violentar una máxima elemental.
Por años se recurrió al cuento para inducir a los chicos a reconocer los procedimientos del cálculo, a adentrarse en los vericuetos de las ciencias de la naturaleza, a descubrir los intríngulis de cuestiones gramaticales u ortográficas, a develar la enseñanza más o menos explícita que el docente veía en él, a entretenerse aprendiendo las vidas de los próceres o eventos de la historia, y cuanta demanda escolar se pudiera imaginar.
Cuentos estirados como chicles, cuentos destripados, cuentos tijereteados, cuentos censurados, cuentos adaptados, cuentos inventados ex profeso, resumidos, subrayados, señalados, recitados; y la lista sigue y sigue… Útiles para las efemérides, valiosos para enseñar ética, para motivar (ninguna palabra debe tener tan aciagas resonancias), para dramatizar, para dibujar, para comentar, …para usar y descartar.
¿Y para callar y dejar que nos atraviese el corazón y el alma?, ¿para que se nos acomode en un rinconcito de nuestro adentro?, ¿para atesorar?, ¿para maravillar?, ¿para paladear?... Pocas veces, antes y ahora.
Ahora bien, leer cuentos es esencial para el ser humano en toda edad y en toda época. Y esencial quiere decir acá: vital, imprescindible, irreemplazable. Porque el cuento nos permite construir nuestro yo y el lugar de los otros, entender mejor este mundo en el que estamos metidos, descubrir y manejar mejor lo que sentimos. Nos posibilita vincularnos con el lenguaje, la creación, el pensamiento; nos da pautas para entender la cultura y apropiarnos de ella, nos libera de angustias, miedos y presiones; nos conforta y nos aligera el paso; nos hacen reír y emocionarnos; nos hacen más humanos…
Pero sólo si permitimos al cuento hacerlo, si no lo manipulamos ni violentamos. Cuando es una obra de arte única, como una joya bien pulida.
Y, mal que nos pese a los docentes, y habida cuenta de que nunca como hoy se ha hablado tanto de la lectura, de la promoción de esta, de la formación de lectores, de la literatura, de los mediadores, del placer de leer…; nunca, tanto como hoy, se continúa transgrediendo la elemental diferencia entre un texto literario y uno que no lo es.
Ciencia (cualquiera de ellas) debe aprenderse con textos científicos adecuados al particular interlocutor, niño o adolescente. Lo que el discurso científico (nuestro o de los manuales) no sabe explicar, no se lo hagamos decir a un cuento, porque a este no le compete; lo que nuestro ingenio y creatividad no ha resuelto para involucrar significativamente en su aprendizaje a un chico, no se lo carguemos a un texto literario, es pedirle algo que le es ajeno.
Y vale hacer acá una reflexión acerca de lo que la escuela debe enseñar sobre el discurso literario, desde la estructura canónica de algunos cuentos hasta las particularidades lingüísticas de los poemas, desde los modos particulares de leer la literatura hasta las distinciones genéricas. Una posible respuesta podría ser: más -mucho más- se aprende leyendo y dejando hablar al texto que con complicadas explicaciones y análisis. Pero para descubrir las voces de los textos, para dejarlos hablar y decirnos cosas, debe haber -sí o sí- una sensibilización hacia la lectura literaria, un proceso ininterrumpido que parta desde el Nivel Inicial y se prolongue hasta el Polimodal, proceso continuado de lectura: mucha y variada, cómoda y sin presiones, porque sí y para nada, placentera y personal; pero acompañada, compartida, aconsejada, contagiada.
Eso supone restituir la lectura en la propia experiencia; porque obviamente no se puede dar lo que no se tiene, no se puede contagiar el placer del texto si no se lo ha disfrutado. ¿Y cómo será posible entre correcciones y conceptos, entre carpetas didácticas y proyectos, entre reuniones y familia, entre viajes y poco sueño, entre ollas y pañales? Si no se le encuentra la vuelta para darle un espacio fuera de la escuela, al menos dentro de ella debe haberlo. Descubramos con los chicos, juntos, nosotros y ellos, en el mismo espacio y en el mismo tiempo que esto es posible. Leamos juntos, pero no nos castiguemos a nosotros y a ellos con la tarea posterior, porque al texto literario -cuando es una real obra de arte- no le falta ni le sobra nada por lo que debamos escarbarle buscando y rebuscando, dejémoslo fructificar en el silencio, no queramos explicar lo que ya está dicho y mucho mejor que lo que nosotros pudiéramos decirlo.
Al decir de Graciela Montes, enseñar literatura es cuestión de tránsito y ensanchamiento de fronteras, la nuestra y la de nuestros chicos. Regalémonos esa posibilidad.
Gabriela Monzón

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