sábado, 24 de febrero de 2007

Te contamos un cuento II: De cómo me hice investigador científico

Lo que les voy a contar es la absoluta verdad y estos hechos me convencieron de que a veces uno se propone algo y con un poco de suerte lo logra… Bueno, con muuuucha suerte, como me pasó a mí.
Resulta que investigador fui siempre, me gustaba hurgar en los hormigueros, indagar sobre la forma en que el vecino podaba el árbol, curiosear mientras mi mamá cocinaba… y siempre tenía mis propias teorías para hacer las cosas, claro que no las decía porque seguro me hacía acreedor de unos buenos insultos.
Pero un día, mi mamá me dijo que si no hacía nada de mi vida iba a terminar en los caños, y ahí fue cuando se me encendió la lamparita. Porque ella siguió retándome y muy desalentada me preguntó:
-¿Es que no te gusta hacer nada, Juancito?
-Y… sí, me gusta investigar – le dije yo.
Ella me miró como si me hubiera crecido una planta de tomate en la nariz y con una mueca sólo respondió:
-Ajaaaá -y se fue.
Y entonces empezó la campaña. Una vez había oído que era difícil hacerse de un nombre en la comunidad científica, y aunque a mí no me parecía gran cosa ni dificultad, decidí empezar por ello.
Nombre ya tenía: Juan López, que por obvias razones (el enojo de mi mamá) preferí mantenerlo; sin embargo quería algo im-pac-tan-te: tipo de telenovela.
Así que a Juan le agregué Carlos, como el señor de al lado que me prestaba el diario todos los días.
Y… ¿qué apellido sumarle? Ya estaba: Alcántara… no sólo por la señora de la otra cuadra que vendía un pan casero re rico, sino porque como mi mamá decía que iba a terminar en los caños y … “caños” es más o menos lo mismo que “alcantarilla”. Buá, iba bien, y entonces se me ocurrió otra brillante idea. También mi progenitora solía decirme que era un atorrante y eso pegaba perfecto, porque una profe que tuve una vez me contó que así le decían a los que vivían en los caños que había traído no sé de dónde y cuyo fabricante era el señor A. Torrant.
Misión cumplida, me hice de un nombre: Juan Carlos López Alcántara Atorrante.
Lo demás vino solo, resulta que había quedado con un amigo en ir de vacaciones a Brasil. Y allá fuimos, pero era mi destino que se cayera el avión en medio del Amazonas y de ese pequeño conflicto naciera mi fama mundial.
No pasó nada, quedamos colgados de un árbol y bajamos a fuerza de ingenio.
Por supuesto que con el estrés del choque, yo estaba agobiado de cansancio y me acosté a dormir usando como almohada la gran raíz de un árbol. En eso estaba cuando mi perro Tomás empezó a lamerme la nariz y yo como siempre le empecé a rascar la oreja… Claro, que entonces me di cuenta de que en realidad no era mi perro Tomás -que no había viajado conmigo- sino el bicho más feo que hubiera visto hasta ese momento.
Me quedé quietito, ya que parecía encantarle que le rascaran la oreja, y como quien no quiere la cosa metí la otra mano en el bolsillo, a donde guardaba la cajita de chicles, lo único que llevaba encima para convidarlo.
Y sucedió lo más INCREÍBLE de todo. Así vine a averiguarlo, algo que nadie había logrado hacer hasta entonces y se transformaría en mi primer logro en la comunidad científica y me transformaría en el más afamado de la ciencia planetaria.
La serpiente araña manchada -ya que así llamé al bicho que estaba haciendo sociales conmigo- la más peligrosa del mundo, la más feroz y terrible, no sólo tenía orejas, le gustaba que se las rascaran, sino que adoraba el chicle de menta. El nombre no lo inventé yo, sino que lo saqué del Creative Writer un programa que yo tenía en la computadora de mi casa, y lo bueno es que ninguno de los otros científicos me dijo nada porque no lo conocían.
¿Cómo concluye esta historia?
Tomasita y yo, obvio: debía llamarla así por la confusión que dio inicio a nuestra relación, solos, ya que el resto de la gente del avión huyó despavorida por la selva cuando vio aparecer a mi monstruosa compañera de cinco metros y cincuenta patas, arribamos a un pueblito perdido, donde unos científicos esforzados, al mando del Dr. José Luis Lapuente y Mosca, procuraban desde hacía años descubrir lo que yo conocí por accidente. Cosa que me cuidé muuuuy bien de guardar.
Me vieron llegar en el lomo de mi nueva amiga mascando chicle de menta muy animados, y me convertí en lo que soy ahora: el Dr. Juan Carlos López Alcántara Atorrante, domador de la serpiente araña manchada, descubridor de sus debilidades y sus gustos.
Ahora estoy pensando en irme de vacaciones al África.
Gabriela Monzón

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanta este cuento por la manera en que vas construyendo la identidad del joven investigador que es tan atorrante como varios de nuestros alumnos.
Felicitaciones, Alejandra.