sábado, 13 de octubre de 2007

Mi libro de lectura de 4to. grado era un "aleja-lectores"...

Hace varios años una colega, maestra y amiga, con la que compartimos los días de estudiantes de la Licenciatura -Silvia Rodríguez Paz, “la Gallega”- me solicitó un breve relato sobre mi experiencia con cierto libro de lectura escolar que había marcado negativamente mi infancia, puesto que se hallaba recabando información para su trabajo de Tesis. Indagando en el cúmulo de cosas que alberga mi PC hallé este texto y quise compartirlo, pues esa vivencia infantil me enfrentó al hecho de que en ocasiones los docentes podemos instalar en el aula una de las peores experiencias que un niño pueda vivir con la lectura.

Y cuál no sería mi sorpresa cuando hace unas semanas una alumna mía del Profesorado se acercó con una copia de una página de aquel libro -destinatario de mi más acendrado aborrecimiento- como posible material para desarrollar una clase. No será necesario aclarar que mi amenaza de que si usaba el escrito en cuestión a sus ochenta años aún podía estar intentando aprobar Lengua... fue más que disuasoria.

“Asistí a lo largo de toda mi escolaridad primaria y secundaria a una escuela de monjas, y si pienso en un año caracterizado por la exigencia y el fuerte sentido de autoridad y deber, ese fue innegablemente cuarto grado. También recuerdo ese año por el libro de lectura obligatoria que nos hicieron comprar (lo vendían en el colegio; si mal no recuerdo), al que no puedo menos que evocar con desagrado y como una de las cosas más aburridas y angustiosas de mi infancia.

Para explicar la dimensión que este libro tuvo en mis andanzas lectoras, debo contar algo de mi niñez y los caminos que recorrí hasta convertirme indefectiblemente en una lectora de esas que con el libro van al baño, leen en las plazas y los ómnibus, la escalera o la cola del supermercado (incluso llegué a volver caminando de la escuela y el trabajo leyendo).

Ese año teníamos como maestra a una monja -la Hermana Isabel- la cual era famosa (entre los padres) por ser “excelente docente”, y por supuesto muy estricta. En sus clases no volaba una mosca y a nadie se le ocurría hacerse el vivo.

Para esa época yo había descubierto ya la pasión por la lectura, por influencia de las maestras anteriores que nos leían, o por el hecho de que en el colegio había una biblioteca y en los recreos me podía sumergir en el mundo fascinante de los cuentos. Más tarde descubrí las maravillas de países exóticos, que la geografía escolar no me había mostrado, en las aventuras de Salgari y Verne; y estas ficciones me hicieron conocer que leer podía ser maravilloso y aliviaba las penurias que mi mundo infantil soportaba de la convivencia con los adultos. Otra experiencia única era visitar a la inolvidable “tía Ñata” que no sólo tenía el lujo de un T.V. en blanco y negro, sino que compraba religiosamente el Intervalo, el Nocturno, y en ocasiones especiales algún Tony o Fantasía. ¡Ah, las revistas de historietas y fotonovelas! ¿Qué hora de mi infancia fue más grata que las que pasaba aislada del mundo, sufriendo y gozando con los personajes que no eran más que un dibujito o una foto de no más de cinco centímetros? Ninguna. Sin ningún lugar a dudas.

Pero, cuarto grado me enfrentó a la posibilidad de que leer algunos libros y leer por obligación... podía ser horrible, agotador y detestable.

Sirirí, mi malhadado libro de lectura de cuarto, era opaco, gris, blanco y negro, con una que otra raya azul o colorada (y más de una vez, cuidando de que no me descubrieran, añadí un poco de color, prolijamente y como desafío a esas páginas odiosas). Pero no sólo era poco atractivo el sólo verlo, sino que también era aburrido, más que aburrido… aburridísimo. En él abundaba la bienintencionada pedagogía pues cada línea estaba escrita para dar una lección de historia, de geografía o de buenas costumbres. Era un monumento a la educación y una tumba de la literatura y el arte.

Empezaba hablando de un pato, que supuestamente era muy relevante que yo conociera, por ser típico de Entre Ríos; aunque yo, en mi vida, no había visto un pato de esos ni por casualidad. Y el pato, para colmo, (que no sé por qué daba nombre al libro), se borraba en la primera página, ya que la “dueña” contaba que no se le había muerto, pero ¡se le había ido! ¡Horrenda manera de empezar un libro!, me pasé todo cuarto grado buscando que en algún lugar dijera que había vuelto a verlo o lo había encontrado. Esa maldita página me llenó de angustia, esa separación era más trágica que la muerte.

Pero el pato, en todo caso, pobre bicho, no era del todo el culpable de mi fobia hacia el libro. Lo peor era que todo este me hablaba de Entre Ríos; el río, el agua, las cuchillas y la mar en coche, que de interesante para mí no tenían nada (menos luego de saber de la existencia de Borneo, la Malasia, las islas del Pacífico, el África, sus selvas, desiertos y ríos torrentosos plagados de peligros...).

Porque la verdad es que si el libro insistía con la provincia, más insistía con el río, que no se les caía de la boca -perdón: del renglón- ni por casualidad... Si toda esa agua se hubiera salido de sus páginas no quedaba nadie vivo.

He descubierto recientemente, que mi desapego hacia la literatura entrerriana, y con ella lo aburridas que me han resultado siempre las temáticas que para otros son tan entrañables (léase: río, canoa, pesca, ceibo, jacarandá, cuchillas, lomadas, y demás parientes cercanos), pueden tener origen en la terrible experiencia que fue sufrir todo un eterno año, el libro Sirirí.”

Gabriela Monzón

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