Por un lado, la ansiedad, las ganas renovadas, el casi aburrimiento por la inactividad y descanso vacacional, y por otro, el natural temor de proponerse muchas cosas y morir en el intento de lograrlas. A lo que se suma cada vez, el hecho de descubrir que una sabe muy poco, que aún queda tanto por aprender y hacer, y más le vale no volverse loca intentando ponerse al día y haciendo todo eso que se considera necesario, útil, obligatorio, responsabilidad propia, pues claro que se termina el año a fuerza de alprazolam…
En este contexto, se me ocurre retomar un fragmento de Jesús A. Beltrán Llera, el que me parece interesantísimo por su claridad, llaneza y precisión, además de que viene muy al caso en esto de empezar a pensar la vuelta al aula.
“[…] El oficio y el placer de enseñar
El oficio de enseñar exige, como en cualquier otro oficio, tres condiciones que adquieren connotaciones específicas en la práctica de acuerdo con las características propias de la enseñanza: competencia, eficiencia y personalidad. Competencia: La primera condición del profesor experto es que sea competente. Esta competencia tiene hoy tres ámbitos de referencia: competencia académica, pedagógica y tecnológica. Con relación a la exigencia de que el profesor sea un experto conocedor dentro de un campo científico determinado, no podemos ponerle ningún pero […].
Y ahí es donde el profesor logra su verdadera autoridad. Es bien conocida la expresión de que alguien es una “autoridad en la materia”. Cuando un profesor alcanza este dominio, es capaz de resumir o de ampliar los conocimientos, de teorizar o de bajar a situaciones concretas, de utilizar uno u varios métodos didácticos diferentes; pero, sobre todo, conoce quién sabe y quién no sabe, cuáles son los puntos sensibles de su campo y cuáles están perdiendo actualidad, dónde están las verdaderas fuentes de información y dónde se trabaja para la galería, dónde está el futuro y dónde está el pasado.
Ahora bien, el profesor tiene que ganarse la autoridad día a día. ¿Cómo puede conseguirla? La autoridad del profesor viene de la actitud moral que manifiesta en la clase ante el aprendizaje, la verdad, el conocimiento; de la decisión de enseñar lo que honestamente sabe y domina; del reconocimiento de sus propias limitaciones, e incluso lagunas y errores, dentro de las áreas de conocimiento de su especialidad; de la autenticidad de sus convicciones ante las diferentes situaciones de la vida y, en especial, de las relaciones interpersonales en el aula; del reconocimiento de las ideas y creencias de sus estudiantes, que son únicos y diferentes entre sí; de su convencimiento en cuanto a los medios eficaces para mejorar el aprendizaje de los estudiantes, que están, evidentemente, más cerca del atractivo o la utilidad de las materias que de la obligación o la amenaza de las calificaciones. El profesor no puede pavonearse de la autoridad o insistir en ella. Si es forzada, los estudiantes descubren inmediatamente sus orígenes en la inseguridad o la falta de autenticidad, es decir, la ausencia del sentido del yo que subyace a toda autoridad genuina.
Pero el problema está, sobre todo, en el conocimiento que le corresponde como experto pedagógico. Ahí conviene señalar que el profesor tiene una complicada tarea, como es la de realizar esa difícil conjunción entre lo que es la racionalidad técnica y la racionalidad práctica, entre el científico que aplica inmediatamente los descubrimientos de la ciencia a la situación educativa y la inteligencia práctica que es capaz, primero, de definir la situación educativa y aplicar luego una solución aceptable.
El asunto se complica todavía más si tenemos en cuenta que la situación educativa no está casi nunca definida ; es el profesor el que la tiene que definir, y ahí es donde se ve el temple de artista que lleva dentro. El profesor no puede ser solamente un científico; tiene que ser un artista y definir cada día la situación que se encuentra cuando llega a primeras horas de la mañana a su clase, porque nadie la va a definir por él; y no le basta con definirla; tiene que descubrir imaginativamente, la solución adecuada en cuestión de décimas de segundo, y esto repetidas veces al día.
Esta situación nueva, desconcertante, compleja, por una parte, puede ser enriquecedora porque nos ayudará a cambiar poco a poco las claves en las que se apoyaba el tradicional sistema educativo, pero, por otra, puede desanimar al profesor y provocar actitudes y comportamientos que hacen sin duda difícil la convivencia escolar. Aquí hay un elemento de gran preocupación: podemos perder el control de la clase; podemos empezar a romper la convivencia, porque quizás no estamos del todo preparados, porque nos faltan recursos, conocimientos o estrategias que hasta ahora no habíamos tenido que utilizar y no sabemos cómo hacer frente a situaciones como ésta. Esa conjunción inteligente del científico y del artista, de la ciencia y de la imaginación, es la que nos hace falta y se hace cada vez más imprescindible para construir esa comunidad ideal que comprometa a cada uno de los miembros de la clase y los conduzca por vías educativamente más estimulantes y creadoras. […]”
Fragmento de “Enseñar a aprender” por Jesús A. Beltrán Llera, en “II Nuevos paradigmas educativos”, Enseñar @ aprender. Internet en la educación. Volumen I. Nuevos paradigmas y aplicaciones educativas. Madrid, EducaRed. Fundación Telefónica, 2005
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