miércoles, 16 de enero de 2008

Cuando la ficción habla de la lectura y los lectores…

Hace unos días leí una novela que descubrí en una casa de usados, sin saber muy bien qué estaba comprando. Esta se hallaba casi nueva y no sólo me atrajo la imagen de su portada -viejos libros uno sobre otro- sino el título que establecía un vínculo preciso con la literatura: El cuento número trece.

En la historia, emocionante y plena de misterio, una joven -hija de un librero-, apasionada por los libros y la lectura, es convocada a realizar la biografía de una famosa escritora muy entrada en años.

Lo sorprendente es que no sólo disfruté de la trama atrapante elaborada por la inglesa Diane Setterfield, que homenajea a las novelas del siglo XIX –como Jane Eyre o La mujer de blanco-; sino que me encontré con algunos de los párrafos más bellos acerca de la pasión por la lectura, la maravillosa relación con los libros, la marca que estos dejan en nuestras vidas, las lecturas azarosas de la niñez y la adolescencia, y como el personaje sostiene la lectura compulsiva e ingenua, lo que hacen los libros con nosotros: A través de la palabra escrita pueden enojarte o alegrarte. Pueden consolarte, pueden desconcertarte, pueden cambiarteEs una suerte de magia

No pude menos que sentirme conmovida y quise compartirlo con quienes visitan ¡Piezas de a ocho!

“[…] Nunca leo sin antes estar segura de que me hallo en una posición estable. Conservo esta costumbre desde que tenía siete años, cuando, sentada sobre un muro alto leyendo Los niños del agua, tan cautivada me tenía la descripción de la vida submarina que inconscientemente relajé los músculos. En lugar de flotar en el agua que con tanta nitidez me rodeaba en mi imaginación, caí de bruces al suelo y perdí el conocimiento. Todavía se me nota la cicatriz debajo del flequillo. Leer puede ser peligroso. […]”

“[…] Estamos a finales de otoño, llueve y las ventanas se han empañado. A lo lejos suena el silbido de la estufa de gas; mi padre y yo lo oímos sin oírlo, sentados uno junto al otro pero a kilómetros de distancia, pues estamos enfrascados en nuestros respectivos libros.

—¿Preparo el té? —le pregunto regresando a la superficie.

No responde.

De todos modos preparo el té y le dejo una taza cerca sobre el mostrador.

Una hora más tarde el té, intacto, ya está frío. Preparo otra tetera y coloco otra taza humeante junto a él, sobre el mostrador. Papá no percibe mis movimientos.

Con delicadeza levanto el libro que sostiene en las manos para ver la cubierta. Es el cuarto libro de Vida Winter. Lo vuelvo a colocar en su posición original y estudio el rostro de mi padre. No me oye. No me ve. Está en otro mundo y yo soy un fantasma. […]”

“[…] A de Austen, B de Brontë, C de Charles y D de Dickens. Aprendí el alfabeto en esta librería. Mi padre se paseaba por las estanterías conmigo en brazos, enseñándome el abecedario al mismo tiempo que me enseñaba a deletrear. También aquí aprendí a escribir, copiando nombres y títulos en fichas que todavía sobreviven en nuestro archivador, treinta años más tarde. La librería era mi hogar y mi lugar de trabajo. Para mí fue la mejor escuela, y, años después, mi universidad privada. La librería era mi vida.

Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno u otro con más o menos acierto. Leía cuentos sangrientos de memorable heroísmo que los padres del siglo XIX consideraban apropiados para sus hijos e historias góticas de fantasmas que decididamente no lo eran; leía relatos de mujeres solteras vestidas con miriñaques que emprendían arduos viajes por tierras plagadas de peligros, y leía manuales sobre decoro y buenos modales dirigidos a señoritas de buena familia; leía libros con ilustraciones y libros sin ilustraciones; libros en inglés, libros en francés, libros en idiomas que no entendía, pero que me permitían inventarme historias basándome en unas cuantas palabras cuyo significado intuía. Libros. Libros. Y más libros.

En el colegio no hablaba de mis lecturas en la librería. Los retazos de francés arcaico que había ojeado en viejas gramáticas se reflejaban en mis redacciones y, aunque mis maestros los tachaban de faltas de ortografía, nunca lograron erradicarlos. De vez en cuando una clase de historia tocaba una de las profundas pero aleatorias vetas de conocimiento que yo había ido acumulando mediante mis caprichosas lecturas en la librería. «¿Carlomagno? —pensaba—. ¿Mi Carlomagno? ¿El Carlomagno de la librería?» En esas ocasiones permanecía muda, pasmada por la momentánea colisión de dos mundos que no tenían nada más en común. […]”

“[…] La gente desaparece cuando muere. La voz, la risa, el calor de su aliento, la carne y finalmente los huesos. Todo recuerdo vivo de ella termina. Es algo terrible y natural al mismo tiempo. Sin embargo, hay individuos que se salvan de esa aniquilación, pues siguen existiendo en los libros que escribieron. Podemos volver a descubrirlos. Su humor, el tono de su voz, su estado de ánimo. A través de la palabra escrita pueden enojarte o alegrarte. Pueden consolarte, pueden desconcertarte, pueden cambiarte. Y todo eso pese a estar muertos. Como moscas en ámbar, como cadáveres congelados en el hielo, eso que según las leyes de la naturaleza debería desaparecer se conserva por el milagro de la tinta sobre el papel. Es una suerte de magia. […]”

“[…] Sentí en la cabeza el nauseabundo mareo del submarinista que sube a la superficie demasiado deprisa.

Algunos detalles de mi habitación aparecieron de nuevo ante mí, uno a uno. La colcha, el libro que sostenían mis manos, la lámpara todavía brillando en la luz que empezaba a filtrarse por las delgadas cortinas.

Era de día.

Había estado leyendo toda la noche. […]”

“[…] hay demasiados libros en el mundo para poder leerlos todos en el transcurso de una vida, de manera que hay que trazar una línea en algún lugar. […]”

“[…] Siempre he sido lectora; en todas la etapas de mi vida he leído y nunca ha habido un momento en que leer no fuera mi mayor dicha. Y, sin embargo, no puedo decir que lo que he leído de adulta haya tenido el mismo impacto en mí que lo que leí de niña. Hoy día todavía creo en las historias. Aún me olvido de mí misma cuando estoy leyendo un buen libro, pero ya no es lo mismo. Los libros son para mí, ya lo he dicho, lo más importante; lo que no puedo olvidar es que hubo un tiempo en que fueron a la vez más banales y más fundamentales. De niña los libros lo eran todo. Por tanto, siempre existe en mí un anhelo nostálgico por ese gusto perdido por los libros. No espero ver satisfecho mi anhelo algún día. Y, sin embargo, durante este período, esos días en que leía todo el día y la mitad de la noche, en que dormía bajo una colcha cubierta de libros, en que mi sueño era negro y tranquilo, pasaba como un rayo y despertaba para seguir leyendo, recuperé el placer perdido por la lectura compulsiva e ingenua. […]”

3 comentarios:

Lourdes Domenech dijo...

De adultos, ya nada es lo mismo.
No sólo la lectura. La madurez pone filtros a nuestras experiencias. La infancia es una etapa limpia, sin fronteras, ni redes... por ello los recuerdos de nuestras experiencias -la lectura, inclusive- han dejado una huella más profunda.

Gabriela Monzón dijo...

A pesar de los desencantos que a veces supone crecer por la pérdida de esa inocencia con que realizábamos algunas cosas cuando niños, vale la pena aferrarse a la magia de los libros, y entiendo al personaje cuando dice que en algunos momentos ya de grande recuperó el placer de la lectura ingenua y compulsiva.
Bienvenida sea, si siempre leemos como técnicos, críticos, observadores especializados, nos alejamos irreversiblemente del lector al que estamos formando, contagiando; debemos poder ir y venir entre roles distintos.
Gabriela

Anónimo dijo...

Interesante tu blogh. Carmen de edublogger. felicitacioens.