La angustia estalló en algún momento del siglo y borboteó largamente en estudios teóricos, métodos infalibles, recursos didácticos, grupos de estudio, planes de investigación, mesas redondas, artículos periodísticos y demás gestos en los que sobresalía el tono escandalizado, la alarma. No cabe duda: la pintoresca especie de los lectores se estaba extinguiendo inexorablemente. “Se lee poco”. “No se lee”. “La gente ya no lee como antes”. Y, por supuesto, el acostumbrado “los chicos no leen”. Tan notable y generalizado es este gesto de la sociedad golpeándose el pecho, arrancándose los cabellos y gimiendo por el fin de los lectores que tal vez resulte útil ventilar un poco la cuestión, no vaya a ser cosa de que quedemos sumergidos, como la pobre Alicia, en un charco de lágrimas... de cocodrilo.
Lo mejor es desinflar el globo de las grandes generalizaciones y poner algunas cosas en su lugar:
- Algunos no leen porque nadie les enseñó a leer.
- Algunos no leen porque no tienen libros.
- Algunos no leen porque —dicen—“no les gusta leer”.
(Conviene recordar que los dos primeros grupos son desmesuradamente grandes en América Latina.)
A todos esos no lectores algo les debe la sociedad. Reconozcamos que no estaban condenados desde sus cromosomas a ser no lectores, sino que, de un modo u otro, les fallaron los mediadores sociales, les falló la sociedad. A todos ellos les faltó algo que no les habría debido faltar. En algún momento les hicieron una zancadilla. De modo que es bueno que la sociedad se haga cargo y admita, mal que le pese, que no se trata de una fatalidad del destino sino de una consecuencia de actos históricos y concretos de los que no puede declararse inocente.
La sociedad fabrica no lectores y, cuando ve su producto, no atina sino a agarrarse la cabeza escandalizada. Primero provoca el incendio y después sale corriendo a llamar a los bomberos. En esa conducta no hace más que proyectar sus contradicciones y sus hipocresías respecto a la lectura, a los libros, al pensamiento crítico, a la educación y, de un modo más general, a lo que llama “la cultura”. Por un lado, en el escenario encendidas declaraciones en defensa de los libros y de la lectura, exageradas y hasta absurdas, fetichizantes. Detrás, en bambalinas, conductas bien concretas y muy poco explicitadas tendientes a fomentar la no lectura o, al menos, a condenar a la irremediable iliteralidad a gigantescas masas poblacionales del planeta.
Casi en el mismo momento y en un segundo y teatral gesto, que también le es muy característico, esa misma sociedad escandalizada extiende la mano y, como al descuido, deposita el conflicto en los niños. Son los niños los que no leen. Los niños, una vez más y como siempre. Los niños, esos recipientes pequeños donde, sin embargo, puede volcarse todo, los eternos, sagrados e indispensables chivos expiatorios.
Ahí es cuando me irrito y siento ganas de sacudir el tablero de la amable preocupación de nosotros, los grandes.
¿Qué tal si probamos alfabetizar (pero alfabetizar en serio), sin mezquindades a todos nuestros chicos, darles escuelas, maestros bien remunerados, libros? ¿Qué tal si les regalamos bibliotecas jugosas, muchas bibliotecas —de escuela, de aula, de sindicato, de club—, rebosantes de libros excitantes y codiciables? ¿Qué tal si les donamos un poco de nuestro tiempo, de nuestra voz, de nuestra compañía junto con los libros? ¿Qué tal si pensamos y estimulamos el pensar, el criticar, el discutir, el informar acerca de la propia vida? ¿Qué tal si volvemos a hablar con nuestros hijos de las cosas de todos los días, de las cosas de antes y de ahora, de nuestras fantasías? ¿Qué tal si intentamos recuperar nosotros mismos la codicia del libro, el tiempo libre y privado, la reflexión, la mirada aguda, el placer por las palabras?
Si después los chicos siguen empecinados en alejarse irremediablemente de la lectura, podremos mover apesadumbrados la cabeza y sentarnos a discutir el mañana, hasta tanto no lo hagamos, nos limitaremos a gimotear y seguiremos chapoteando en nuestras lágrimas de cocodrilo.
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