Hay lecturas que nos marcan indeleblemente, que nos raptan y nos llevan en viajes inolvidables, y por más libros que conozcamos más tarde será imposible reemplazar o borrar la experiencia.
"La isla del tesoro" de Robert
Louis Stevenson ingresó a mi vida, y me permitió alistarme en su tripulación,
gracias a la voz de mi madre, que entretuviera nuestras noches de infancia
leyéndonos en voz alta los libros que con ansioso anhelo yo descubría en la
biblioteca de mi escuela primaria.
Puesto que Google tuvo la genialidad de
recordármelo, decidí homenajear al autor que dio origen a mi fascinación por
los libros de piratería, así como de algún modo dio vida -tantos y tantos años
después - a la identidad de este blog.
Comparto con ustedes dos de los fragmentos
para mí inolvidables y mágicos que siguen justificando la lectura de esta, mi
novela favorita de la niñez:
“El viento tensaba las velas. Y todos a bordo
gozábamos el mejor humor al ver ya tan cerca el final del primer capítulo de
nuestra aventura.
Y fue entonces, a poco de atardecer. La
tripulación descansaba; yo me dirigía hacia mi litera, cuando de pronto sentí
ganas de comerme una manzana. Subí a cubierta. El vigía estaba en su guardia,
en proa, aguardando la aparición de la isla en el horizonte. El timonel miraba
la arboladura y silbaba por lo bajo una canción; sólo se escuchaba el sonido de
ese silbido y el chapoteo del agua cortada por la proa y que barría el casco de
la goleta.
Tuve que meterme en el barril para poder
coger una manzana, ya que sólo quedaban unas pocas en el fondo. Me senté en
aquella oscuridad para comérmela, y, por el rumor de las olas o el balanceo del
barco, el hecho es que me adormecí. Entonces noté que alguien, y debió ser
alguno de los marineros más corpulentos, se sentó apoyando su espalda en el
barril, lo que dio a éste un violento empujón. Me despejé de golpe y ya iba a
saltar fuera de la barrica, cuando un hombre, cuya voz me era conocida, empezó
a hablar. Era Silver, y no bien escuché una docena de sus palabras, cuando ya
ni por todo el oro del mundo hubiera dejado de permanecer escondido, pues no sé
qué fue más fuerte en mí si la curiosidad o el temor: aquellas pocas palabras
me habían hecho comprender que las vidas de todos los hombres honrados que iban
a bordo dependían únicamente de mí.”
“De repente, por la ladera de aquel monte,
tan escarpada y pedregosa, oí caer unas piedras que rebotaron contra los
árboles. Instintivamente me volví hacia aquel sitio y vi una extraña silueta
que se ocultaba, con gran rapidez, tras el tronco de un pino. Lo que aquello
pudiera ser, un oso, un mono, o hasta un hombre, no podía decirlo a ciencia
cierta. Parecía una forma oscura y greñuda; es todo cuanto vi. Pero el terror
ante esta nueva aparición me paralizó.
Me sentía acorralado; a mis espaldas, los
asesinos, y ante mí, aquella cosa informe y que presentía al acecho. Me
pareció, sin embargo, mejor enfrentarme a los peligros que ya conocía, que a
ese otro ignorado. Hasta el propio Silver me resultaba ahora menos terrible que
ese engendro de los bosques; así que, dando media vuelta y sin dejar de mirar a
mis espaldas, empecé a retroceder en dirección a los botes.
Entonces vi de nuevo aquella figura, y vi
que, dando un gran rodeo, pretendía sin duda cortarme el camino. Yo estaba
totalmente exhausto; pero, aunque hubiera estado tan fresco como al levantarme
de la cama, comprendí que no podía competir en velocidad con aquel adversario.
Aquella criatura se deslizaba de un tronco a otro como un gamo, y, aunque
corría como un ser humano, sobre dos piernas, era diferente a todos cuantos yo
había visto, porque corría doblando la cintura. Entonces me fijé y vi que se
trataba de un hombre.”
“En la tumba de Stevenson, en una lejana isla
de los mares del Sur a la que se retiró por motivos de salud, figura grabado el
apodo que le dieron los samoanos: Tusitala, que en español significaría «el
contador de historias». En efecto, la literatura de Stevenson es uno de los más
claros ejemplos de la novela-narración, el «romance» por excelencia. Hijo de un
ingeniero, nacido el 13 de noviembre de 1850, se licenció en derecho en la
Universidad de Edimburgo, aunque nunca ejerció la abogacía. En busca de un
clima favorable para sus delicados pulmones, viajó continuamente, y sus
primeros libros son descripciones de algunos de estos viajes (Viaje en burro
por las Cevennes). En un desplazamiento a California conoció a Fanny Osbourne,
una dama estadounidense divorciada diez años mayor que él, con quien contrajo
matrimonio en 1879. Por entonces se dio a conocer como novelista con La isla
del tesoro (1883). Posteriormente pasó una temporada en Suiza y en la Riviera
francesa, antes de regresar al Reino Unido en 1884. La estancia en su patria,
que se prolongó hasta 1887, coincidió con la publicación de dos de sus novelas
de aventuras más populares, La flecha negra y Raptado, así como su relato El
extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), una obra maestra del terror
fantástico. En 1888 inició con su esposa un crucero de placer por el sur del
Pacífico que los condujo hasta las islas Samoa. Y allí viviría hasta su muerte,
venerado por los nativos. Entre sus últimas obras están El señor de Ballantrae,
El náufrago, Catriona y la novela póstuma e inacabada El dique de Hermiston. Su
popularidad como escritor se basó fundamentalmente en los emocionantes
argumentos de sus novelas fantásticas y de aventuras, en las que siempre
aparecen contrapuestos el bien y el mal, a modo de alegoría moral que se sirve
del misterio y la aventura. Cantor del coraje y la alegría, dejó una vasta obra
llena de encanto, con títulos inolvidables.”
Fuente: http://www.biografica.info/biografia-de-stevenson-robert-louis-2315